Es
entonces la calle un sumidero, una calle que emana la torpeza de un zapato sin
suela. Se devisten los vecinos en el cuarto, donde se electrodan sus misiles,
donde tantas veces hojas de libros se quitaron los piojos.
Hay
una luz, siempre… Atrapada en el foco. Veo el cuadro de paredes que se rompen
con las voces de los maridos, y las mujeres sueltan pájaros sangrados del
abdomen. Siempre calla, el celular calla, y la computadora, y la cruz. Insisten
las cortezas de la gente: ¡Han perdido los ojos!
— ¿Dónde el pino? La estrella de la punta.
¿Dónde
los fugaces destinos crecen conectados a centímetros? ¿Dónde se prenden y
apagan las esperanzas de todos colores? ¿Dónde el verde, y el amarillo, y dónde
el rojo y el azul? ¿Dónde la esfera cristal, clavada en las cabezas, que te
cuesta diez o veinte pesos de libertad?... Dónde están las cajas del presente,
que atoran tu cordón, y que se mezclan con los peluches, y los carritos, y el
tren que gira; una y otra, y otra y cien… Y se queda sin batería, y entonces todo
el mundo pierde la cabeza…
El
tren, el tren… Ya se cansa, de ir y venir, y la gente de adentro que nadie ve,
la gente minúscula del tren girante, ve pasar siempre el mismo paisaje, y el
carril sigue, y la gente sigue, y el paisaje sigue.
Y la
niña con el papel roca en la cara, envolviendo el suelo. Y van nadando los
peces en el río de espejos, peces de azúcar, que se comen, que nos comemos por
dulces, por tantos, por irremediables. Y suben la colina de los días, y estamos
esperando, al lado del pesebre, esperamos a la Reina, y al rey y al hijo
español; el crío Rubio de ojos claros. Ahí adentro, con el espíritu santo en la
boca, con María y José penetrados, atrás; escondidos en las colinas y en las
montañas de cartón. Soltando sus lágrimas de celofán… de llegada.
Penél-Oh Caliope