Al igual que Amos Oz yo
también descubrí en la infancia que la muerte nos llega a todos. Que ni el
apellido, la riqueza, la genialidad, la
precaución, ni siquiera un caparazón, pueden protegernos de la muerte, no nada más de la muerte sino de todo lo que
nos puede tocar. El escritor israelí Amos Oz en su novela autobiográfica Una historia de amor y obscuridad,
cuenta en uno de sus capítulos el dolor que le produjo perder a su tortuga
nombrada irónicamente por su padre Abdallah Gershon, pero que él en secreto
llamaba Mimi. Una explosión causada por
la guerra del 47 en Israel, partió a Mimi en varios pedazos. Esa noche el
pequeño Amos no pudo dormir, tampoco su madre, pues ese mismo día una amiga de
la infancia de ella había sido asesinada. A continuación comparto un fragmento
de la novela:
Puede que
intentara despertar a mi padre. Mi padre no se despertó: estaba durmiendo boca
arriba sin moverse y con una respiración profunda y rítmica. Como un niño
satisfecho. Pero mi madre acercó mi cabeza a su regazo. Como todos, también
ella dormía vestida en la época de asedio y los botones de su camisa me hacían
un poco de daño en mi mejilla. Me abrazó con fuerza, pero en vez de intentar
compadecerme sollozó conmigo con un llanto ahogado para que no nos oyeran.
Mientras sus labios susurraban sin cesar: Peri, Peroshka, Periii. Y yo sólo le
acaricié el cabello, le acaricié las mejillas y la besé, como si yo fuera el
adulto y ella mi hija, y le susurré basta mamá basta basta estoy aquí a tu
lado.
Y después seguimos susurrando un rato más, ella y yo. Con
lágrimas. Y luego, cuando se apagó también la débil vela que iluminaba el
pasillo y sólo los silbidos de los proyectiles herían la oscuridad y al caer
hacían temblar la montaña que estaba detrás de nuestra pared, luego, en vez de
mi cabeza en su pecho, puso su cabeza empapada en lágrimas sobre el mío. Esa
noche, por primera vez, comprendí que también yo moriría. Que todos morimos. Y
nada en el mundo, ni siquiera mi madre, podría salvarme. Y yo no lo la
salvaría: Mimi tenía un caparazón y, a la menor señal de peligro, se metía toda
entera, brazos, piernas y cabeza, en lo más profundo de su caparazón. Que no la
salvó.
Al leer
el fragmento recreé las memorias del escritor en las mías. Como ya mencioné yo
también descubrí la muerte cuando apenas era una niña. Entonces me pregunté
muchas cosas, porque hasta ese día yo sabía de la muerte, pensaba que
únicamente tocaba a los que yo no conocía: al vecino, al carnicero, al tío muy muy lejano, a alguien
sin nombre que es atropellado, a la gente que aparece en los periódicos, pero
nunca a los míos. Nunca a mis primos, a mis tíos cercanos, a mis hermanos,
mucho menos a mis padres. Imaginaba que todos mis seres queridos, incluyendo
las mascotas estaban protegidos invisiblemente, por el simple hecho de que eran
parte de mí. Que yo era tan especial que todo lo que amaba estaba tapado por un
tul poderoso, que hacía que nada malo nos pasara.
Al
paso del tiempo, cuando la muerte logró romper ese tul, me di cuenta de que eso era mentira, que yo no poseía ningún poder, más aún, que
nadie lo tenía. En aquel momento me sentí insegura, no quería vivir, no sabía
cuál era el sentido de estar constantemente asechados por una inevitable
fragilidad que nos somete a ser tan falibles. Cuestioné por qué no existía un
tipo de caparazón que nos protegiera, que nos hiciera eternos, por qué teníamos
que destruirnos, desaparecer, para al final quedar reducidos a un mísero recuerdo, a una
anécdota contada en alguna cena, a un montón de palabras que evocan imágenes de
aire.
A
veces lo sigo preguntando pero sin el mismo asombro. Cuando leí la novela de
Amos Oz pensé mucho en esto, en la pequeña Mimi que posiblemente se metió en su
caparazón al escuchar la explosión, tal vez ni siquiera tuvo tiempo de
esconderse, o tal vez sí, pero eso tampoco le sirvió de mucho.
Al
replantear todas estas ideas pienso que sí poseemos caparazones a pesar de que
no seamos tortugas. Algunos nos asfixian, nos ocultan del mundo, nos mantienen con
mucho miedo, en la obscuridad, en el letargo, en el rechazo, en la amargura,
respirando debajo de la tierra como topos. El caparazón humano es mucho más metafórico
y abstracto que el de una tortuga. Se coloca de forma instintiva, luchamos por
no enseñarlo, porque los demás no se den cuenta que lo traemos puesto.
Diariamente nos colocamos un caparazón, a veces nada más metemos la cabeza, o
los pies o las manos o todo, para que los bombardeos de la rutina no nos deformen.
Algunos caparazones se manifiestan en el rostro, en una frase, en el carácter,
en la entrega, en lo inexpresivo, en la catarsis que emana de nuestros labios,
en la mirada, en cada parte del cuerpo, en cada acción.
Cualquier
tipo de vida posee un caparazón, una protección que aparentemente sirve como
refugio. En algunos casos el caparazón no es un refugio, no es lo que se supone
que debería ser, es simplemente una atadura, una calamidad que nos inunda, nos
hace invisibles. En muy pocos casos el caparazón sirve como una mancuerna para
protegernos de la muerte, no nada más de la muerte física sino también de la
muerte espiritual, que es igual de importante. Mi padre suele decirme un par de
frases referente a estas dos cuestiones; Cuídate,
porque la vida no retoña y Siempre
deja algo para ti, nunca te quedes vacía. Estas dos frases resumen el equilibrio
con que se debería colocar el caparazón. Siempre hay que estar alerta, porque
la vida no retoña, y dar, dar mucho, sin miedo, pero siempre guardándonos algo,
sin acabarnos todo, porque entonces el espíritu queda vulnerable y es muy fácil
destruirlo.
Así
como todas las cosas en la vida los caparazones son importantes e indispensables
mientras se tenga conciencia de su peso y su magnitud, mientras se guarde el equilibrio
en su uso. Hay gente que piensa que un caparazón puede sostener una vida, que
es una casa, un cuerpo, desconocen que los caparazones son un órgano, una
herramienta, una mancuerna, un medio, una posibilidad pero no es indestructible.
Somos seres ocultos y expansivos, no debemos olvidar estos dos principios,
darnos cuenta que al igual que Mimi, a pesar de poseer un caparazón, eso no
garantiza no quedar en pedazos. Nada nos salva de la catástrofe, siempre llega,
aunque nos ocultemos, siempre hay algo que nos destruye, sin embargo no hay más
que volver a empezar. Ante la muerte nada podemos hacer, más que llorar,
estrujar lo que haya cerca sin ningún protocolo, tal como la madre de Amos Oz
que se convirtió en la niña consolada. Tendremos que aferrarnos a lo poco o
mucho que quede y utilizar el caparazón para lo que sirva en el momento, ajustándolo
a la circunstancia sin aferrados a su supuesto fin. De la muerte física nada
nos salva, después de todo por qué habría que vivir lo poco o mucho que nos
toqué escondidos, sumergidos en la obscuridad.