Inmersa
en la docencia me he permitido aprender más de lo que enseño. Trabajar en un
aula requiere cargar los miedos, estabilizar voz y pulsaciones para que no te
eliminen. Y es que los adolescentes de hoy viajan por la realidad alterándola
más que cuando yo vivía ese trance hormonal. Sueno tal como el mentado “en mi
época” .
Benditas
hormonas que nos permiten enloquecer a cada rato, enalteciéndonos para después
mandarnos a habitar nuestros infiernitos. Porque el adolescente requiere de
altas dosis de drama, rebeldía y cinismo para ser quien es. Para él no existe
nadie que contemple el mundo como él lo observa.
Yo
me enfrento a ello todos los días, interactúo con la ociosidad y la
hiperactividad en un mismo espacio, convivo con el pensamiento alterado de una
sexualidad distorsionada, un deseo a flor de piel. Escucho discrepancias sobre
la vida y su intención, intento evadir olores tan fuertes que ya son memorias…
el aula es un viaje del que cada que retorno lo hago más tambaleante.
Me asustó
saber que los muchachos están en la idea constante del suicidio, pensar que
están contemplando esa posibilidad me aniquila, de ahí proviene tanto fracaso,
tanta intolerancia tanto odio. Evadirse a sí mismos para acabar no sé con qué,
pero sí sé que el letargo está en el aire…
En
la escuela los maestros ya no solo tenemos la encomienda de enseñar gramática o
la infinidad y uso de los números, somos encargados de detectar depresiones,
combatir angustias, desamores, evitar golpes e insultos; somos quienes
contemplan un mundo en decadencia. ¿Qué hicimos tan mal para estar educando
adolescentes tan indolentes a la vida? ¿Por qué no enseñamos desde casa el
respeto al cosmos?
No
es por sonar tajante ni ponerle al asunto un tono dramático pero la juventud se
nos está yendo de las manos, ya no podremos enseñarles que la vida es tan
importante desde la abeja hasta el amigo, que el respeto es indispensable para
el canino como para el directivo, que el amor se demuestra sin traición, que la
vida misma requiere valor y no descuido. Si observa la tristeza en la mirada de
quien está al lado, ignorarla es el camino, evaden las anécdotas cargadas de
sabiduría, no leen poesía… están muriendo.
Yo
en la docencia me permito mover la tierra que pisan intentando despertar el
letargo tecnológico que los envuelve para que noten que jamás volverán a la
edad en donde la vida es más fugaz, donde los recuerdos forjan individuos y
leer poesía es la salida. Siempre que me voy les recuerdo: “hay tantas cosas que
hacer en el día, pero no olviden abrazar, besar, reír, decirlo todo, porque
aquello que no se hace en su momento resurge como un mal intento de ser algo en
el momento inadecuado”
Julieta Oliva Cuevas
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