Una
hoja blanca.
Herramienta
abstracta. Caracteres de color negro. Letras. La naturaleza de escribir es
terca.
Se
aferra como los aromas a libro viejo. El escritor se mueve entre un mundo alterno
y el verdadero. Entre muchas caras, la suya y la otra. Es
quisquilloso. Es pendenciero. Perpetuo y desprendido. Un ser aleatorio de
humores densos, que se elevan al cielo por una ventana abierta. Un ser que cae en
arenas movedizas, en pantanos que lo devoran sin tregua. Se hunde en sí mismo,
en las expectativas propias y ajenas.
Es
ese ser extraño que todos miran dentro de una vitrina. Ese ser temeroso que crea
lo único que tiene. A sí mismo. A su pulso. A su materia plasmática. Un ser sin
talentos. Que se engaña, porque es un mentiroso. Porque es lo que hace.
Es
un mago que esconde la verdad en palabras amables. Que ordena que la verdad aparezca.
Un biólogo que analiza quimeras, y un doctor que cura letras. Es el hombre de
los panteones que desentierra conceptos e ideas.
Y
es todo y nada.
Es quien se encuentra tras las solapas. El que llora escondido. Que
se siente perdido. Que desespera y abandona y se queda dormido cerca de un
río. Tirado en la banqueta. Es el ave que regresa. Que ríe y ríe entre palabras siniestras.
Con ojos que se pierden en la esperanza lejana. Que espera paciente eso que
sabe que no sirve de nada. Y hace nada. Y hace un mundo.
Y
hace su vida y el universo, desde su almohada…
A.I. Mendoza Seda.