Y
estamos parados en ese límite. El camino se terminó. Después de salir de ese
espeso bosque de destino incierto, se hizo la luz y mostró una verdad que no
esperábamos. El sendero se termina, frente a nosotros, hay un abismo…
Miramos
atrás, a todos esos años que pasamos caminando en un lugar que pensamos nos
llevaría muy lejos, pero el camino de los demás sigue a lo lejos, andan
tranquilamente, su vida no se detuvo. Y nosotros estamos en este lugar, después
de subir la empinada pendiente, después de dejarlo todo. Respiramos con
dificultad, ya no hay tiempo para volver y elegir esa vida que todos los demás
tienen. Tal vez podamos correr, si corremos ahora podríamos alcanzarlos,
terminar nuestra vida en la cama de un hospital, con toda esa familia que salió
de un encuentro trivial, que siempre estuvo en el “aquí andamos”.
Entonces
en medio del pánico una idea cruza por nuestra cabeza, una locura que pide algo
más que creencias y leyes de atracción. Algo que nos ha acompañado todo este
tiempo, como un fantasma. La fe.
En
ese gran acantilado, se abre un mar que sostiene en su fondo un horizonte. La
corriente se eleva, se rompe con las olas de ese fondo caótico, del que no se
puede saber nada. Pero la luz es tan hermosa, que tal el camino sea así.
El
viento sopla de forma violenta, nuestros recuerdos se concentran, nuestro
corazón late fuerte y nuestro cuerpo se estremece. Sentimos la frialdad de esas
lágrimas, de ese aliento que nos abandona. Ha llegado el momento de saltar, de
hacer eso que jamás creímos que llegaríamos a hacer. Ha llegado el momento de
saber, si tenemos la fuerza para volar, o nos hundiremos en el fondo del mar.
Ha
llegado el momento del gran salto.
A.I.
Mendoza Seda.
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