Entrar en
el mundo de la literatura representa un descanso del mundo real, es encontrar
el contacto con una segunda conciencia y abordar un viaje. La experiencia
vivencial de cada lector desde el inicio hasta el momento actual, puede
ser un camino de divagaciones incomprendidas.
Por mi parte la historia fue simple y
como muchas comenzó desde temprana edad, probablemente en algo que resultó un
accidente grato para mi madre, quien con el afán de mantenerme ocupada durante
sus labores hogareñas, me compró un par de libros para comenzar a leer. A
manera de juego me explicaba lo que venía en cada uno de los ejercicios y
después dejaba que yo rayoneara y maltratara tanto el libro como yo quisiera.
Al final el juego se tornó en algo sustancioso y logré aprender a leer a corta
edad.
Posteriormente fui llevada a un curso
de danza folclórica, el lugar en cuestión con aquel mural de Raúl
Anguiano, tenía un encanto especial y una biblioteca bien surtida. Me
acerqué a los estantes llamando la atención de los encargados, orientándome al
área de literatura infantil. Así trascurrieron los días, en los que en el
tiempo que me permitía, me escabullía buscando algo en que brincar de lo que
siempre me pareció una insuficiente realidad. Títulos como Después del
quinto año el mundo, Vico y Boa y Alicia en el
país de las maravillas pasaron a formar parte de los recuerdos de mi
niñez. Sin embargo hubo uno en particular que pese a las incomodidades del
momento, ahora me resulta gracioso recordar. Sucedió que casi un año después de
frecuentar la biblioteca me dirigí fuera de la sección infantil, dando
trágicamente con el título Los Hornos de Hitler, pensando de forma
tonta, que se trataría de la historia de algún panadero. Pero solo abrirlo despertó lo que parece ser,
el lado sombrío de todo lector, al principio sorprendida y algo perturbada, dudé
sobre seguir hojeándolo, pero la curiosidad mórbida y masoquista de seguir
leyendo le ganó a ese instinto, aun cuando sabía que no había manera de que
aquello me dejara un buen sabor de boca.
Me adelanté sin querer, a una
conciencia de la realidad cruda e irrevocable de la guerra y de lo que en ese
momento para mí fue la incomprensible imagen del tirano, la realización de la
corrupción del mundo y de una humanidad autodestructiva saltó dentro de mi
mente como una especie de veneno difícil de neutralizar. Recuerdo pesadillas,
un extraño miedo antes de dormir e imágenes cruentas que me asaltaban en
momentos indiscriminados, en la escuela, el auto, la caminata de regreso a casa,
incluso mientras comía. En esos instantes, permanecía ausente, enfocando la
mirada en un objeto inerte, despertando la preocupación de mi madre y mis
maestros. El problema llegó a ser tratado directamente por mi maestra de
preescolar, en el cual recuerdo un corto periodo de intervención en el que envió
a llamar a mi mamá, y ambas me acorralaron con una serie de preguntas de las
cuales solo puedo recordar un vago ¿por qué…? Y es que ¿cómo
explicar que la razón de mi distracción se debía a una idea tan compleja que ni
siquiera yo alcanzaba a comprender? Al final yo pensé que aquello había sido mi
culpa, por mirar y buscar en dónde no debía hacerlo. Había tomado algo sin
permiso y sufría las consecuencias. Mi miedo de confesarlo y ser reprendida era
aún mayor, así que al final salí del problema diciendo que se debía a un
reciente accidente de un hermano de mi madre en el cual había perdido la
pierna. Fingí impresión e incluso lloré recibiendo comprensión, lo que por una
parte me hizo sentir alivio, por otra, un sentimiento que aún permanece, y es
la culpa de haber mentido de aquella manera. Como dije, no es algo de lo que me
sienta orgullosa.
Después del pequeño incidente pasaron
días antes de regresar a aquella apiladora de libros, graciosamente regresé a
la sección infantil, pasando nerviosamente por la sección del mencionado libro,
tratando de olvidar el incidente envolviéndome en el mundo de El
Principito y la irreverente Mafalda.
La utilidad de contar esta experiencia,
es hacer saber que pese a la afinidad que puede tener esta historia con otras
historias de lectores; la experiencia de un lector, siempre parece ser
diferente de la niñez común. Es sabido y escuchado repetidamente — tanto que
raya en el cliché — que México no es un país de
lectores. Uno podría suponer montones de cosas del porque en México la cultura
de la lectura no ha florecido como en otras sociedades, pero ¿Qué tanto tiene
que ver el contexto con esto? Y de esto encuentro las siguientes cifras:
“…México,
país que con sus 100 millones de habitantes apenas cuenta con 500 librerías,
entre ellas muchas que no son sino establecimientos muy pequeños pero que por
vender preferentemente libros merecen el nombre de librerías, aunque bien
podrían denominarse quioscos, puesto que su facturación es francamente ínfima.
Esas 500
librerías mexicanas, en un país con una superficie de casi 2 millones de
kilómetros cuadrados, es el número de librerías con el que cuenta, nada más, la
ciudad de Barcelona, en España. Esas 500 alcanzan en México para brindar una
cobertura muy escasa: una librería por cada 194 000 habitantes; una librería
por cada 4 000 kilómetros cuadrados…” (Argüelles, 2003, pág.
179)
A.I.Mendoza Seda
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