Pensemos un momento en la sensación que nunca percibimos. En el fenómeno que nos lleva de un día
otro, de un ciclo a otro. Las manos antiguas descubrieron
que la rueda era el artefacto correcto, la base fundamental de una
civilización.
Así como ese
inventor desconocido talló una roca, el universo también hizo y hace los mismo
todos los días. Es redonda la esfera que nos contiene, es redonda la
esfera que nos da luz y es redonda la idea del lapso cíclico de las cosas.
Todo lo que empieza tiene un final, en la destrucción de algo siempre
encontramos el nacimiento de otra cosa. Sabio es decir, que la materia no se
destruye, solo se transforma.
Aprendimos a medir la vida en períodos de tiempo. Medimos la existencia, la circunferencia de un cuerpo, una etapa, y el curso metafórico
de un alma. Las experiencias cuentan como comienzos y
finales. De pronto ese circulo se
bloquea, se queda estancado dando vueltas, hasta que encontramos la forma de
salir y todo cambia. La historia se escribe trazando una curva
nueva, e intentamos —a veces inútilmente— instruirlo
y moldearlo, pretendiendo que quede bonito, a nuestro gusto. Al final seamos conscientes o no, igual comienza todo de nuevo.
La percepción
de esos círculos se mide en años y días. Miramos atrás obteniendo información
precisa, somos artesanos de nuestra vida, del impresionismo
de los momentos que experimentamos siempre y los desconocidos.
La
información se guarda en capsulas de tiempo, en objetos que se hacen obsoletos,
en memorias, en nuestros dedos, en el color de nuestra piel e incluso en la
forma que ahora el ser humano camina erguido. Las cosas se advierten seamos o no participes de nuestro destino. Todo gira por que el circulo es lo más cercano a lo perfecto, es un comienzo y un final. Va y regresa el aire, el correr de nuestra sangre, los
impulsos eléctricos. Todo se trasforma, muta, cambia,
termina e inicia. Eternamente.
A.I. Mendoza Seda
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