Hace unos días estuve
en el nevado, respiré el aire helado que perfumaba desde la brecha para llegar
a él, observé los pinos que contenían, al contrario de los comunes, unas hojas diminutas tan perfectas y
luminosas que parecían de terciopelo, las capas de la tierra, aquel tiempo
acumulado que marca la profundidad del suelo con colores y formas diversas, el
hielo, el hielo que comí y troné con los dientes para saborear la sima. No
conocía el hielo, así que vino a mi memoria el inicio de Cien años de soledad “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en
que su padre lo llevo a conocer el hielo.” yo también habría de recordar la
primera vez que mi hermano me llevo a conocer el hielo. Lo que más me
impresionó del paisaje fue la montaña,
el pico rocoso salpicado de manchas blancas, la fuerza de su pureza, conocer y
sentir algo que nunca antes había visto de tan cerca. En el camino de regreso
fui oliendo el bosque, el suelo repleto de corteza, escuché el silencio donde
los pinos, las hojas, la tierra y los animales escondidos guardan sus secretos,
secretos que se dan a través de la naturaleza. Entonces pensé en la naturaleza
más allá de un paisaje, lo micro y lo macro, la naturaleza dentro y fuera del
cuerpo, la que se olvida día tras días, generación tras generación.
Hace algún tiempo mi papá me contó que salieron
en una revista fotografías de la Tierra tomadas desde ángulos no comunes, cuando él las vio, se preguntó cómo era
posible que pudiéramos vivir en un planeta que se visualiza tan crudo, duro,
áspero, inhóspito, incierto, amorfo. En
aquel momento pensó que era nuestro planeta, un planeta de humanos, llegó a la
conclusión que el lugar donde habitamos refleja nuestra naturaleza. En pocas
palabras somos feroces, amorfos, rocosos, ásperos, es nuestro origen. Tras
haber escuchado la experiencia de mi papá seguí pensando en esto, desde
entonces cada vez que veo una imagen de la tierra tomada desde el espacio, la
típica imagen que muestra un planeta perfectamente redondo, azul, con
territorios apacibles dibujados como un lienzo de acuarelas, pienso que hemos
tratado de olvidar nuestra naturaleza, nos gusta maquillarla, ocultarla. Tendemos
a observar el mundo de lejos, de muy lejos, nunca de cerca, porque de cerca da
miedo, de cerca nos damos cuenta que el mundo es una circunferencia con brotes
y bordes por todos lados, de cerca nos asusta ver que somos capaces de sobrevivir
dentro de esa masa amorfa llamada planeta Tierra. Es lo mismo que sucede al ver
los bichos, los espermas, las bacterias, en un microscopio, nos enfrentamos a
la naturaleza cruda, extraña. Hemos dedicado cientos de años en tapar la
naturaleza, alejarla para que no nos toque, sin saber que somos naturales y nacemos de ella, a pesar de
revestimos, de cerrar los ojos y los poros, no hay existe dentro y fuera del
mundo algo que no sea natural, algo que no provenga de nosotros.
Al mirar la vida como es y no como
se quiere ver, encontramos la naturaleza bella e impura, y en esto como dije anteriormente,
no sólo respecto a lo que nos rodea, sino a lo que somos, tanto lo visible como
lo invisible. Tal vez nos asustemos porque la costumbre hace al maestro, y
nosotros somos maestros del
revestimiento. Probablemente nos daría vueltas la cabeza tratando de
encontrar cómo es que sobrevivirnos con tanta fuerza acumulada, con la grandeza
que nace de la supervivencia, de la tierra, de sus capas, de su ruido, de sus
climas que comen poco a poco la piel, de los frutos, de los árboles que
desintegran su vida para darnos aliento, de los animales que se comen unos a
otros y después son digeridos por nuestros estómagos, y en resumen nos quedaríamos
perplejos y asombrados. Tal vez nos desmayemos al ver que somos igual de
amorfos que el planeta que habitamos, pero seguramente cuando despertemos
comenzaremos a reír al descubrir que la única gracia de nuestra existencia, es
sin duda la imperfección natural.
Trompa de Mosca
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