Alatum



"Cantan los pájaros, cantan
sin saber lo que cantan
todo su entendimiento es su garganta."

Octavio Paz

martes, 5 de enero de 2016

Ojos tristes, manos suaves -1

-Te fuiste sola y nos dejaste locos-

               Me despertó su recuerdo. Tengo inscrita en mi mente su imagen y el ejemplo que me dejaron: su cariño, su congruencia, su sazón, su belleza, sus palabras, sus hábitos. Me di cuenta que hoy estamos a 20 días para conmemorar 17 años de su partida y el hecho de traer ese momento al presente, siempre me produce la misma sensación que tuve cuando me dieron la noticia, el dolor más grande que ninguna otra pérdida o decepción me hayan generado.

              Graciela, su nombre, elegante e imponente, aunque a ella no le gustaba. Y la apócope era algo que le satisfacía y prefería por sobre todas las cosas: Chelito. Para mi hermano Pablo César era Tita, para mí y el resto de hermanos y primos, Abue.  Era oriunda de un pueblo, que aún no ha sido nombrado “mágico” pero que bien pudiera serlo. Cuentan sus pobladores y los visitantes de Tonila, Jalisco que debes hablar de las “cosas delicadas” en susurro porque el viento malicioso de esas tierras se encarga de divulgarlo en cada recoveco.

              Por azares del destino, vivió en Guadalajara por casi 30 años, en el barrio de San Carlos. En su calle, Azucena, y en otras más cercanas, era conocida por su talento para aplicar ámpulas sin causar dolor, por los frijoles fritos con manteca de cerdo que le quedaban “chinitos” y suculentos; por la dulce forma de saludar al que se encontraba y la plática amena que siempre entablaba con quien la procurara. No tuvo inconveniente al forjar amistades entrañables, Inesita y Doña Soco por mencionar a las más importantes; o la admiración entre quienes la conocieron.   

             Una de las cosas que más le gustaba era ir a los mercados. Quizá su preferido era el de San Sebastián. Cada viernes iba a surtir su despensa de fruta y verdura frescas y comprar una que otra chuchería. Cuando mis hermanos y yo nos quedábamos con ella de vacaciones, era costumbre llevarnos y al momento de llegar, siempre nos inquiría ¿Juguito o dinerito? Obviamente nos complacía con ambos: un jugo de naranja chico y “dinerito” para comprar alguna curiosidad made in china que duraba un aliento.

             A mediodía, cuando la comida estaba preparada, se sentaba en el cuarto de la tele a la una de la tarde a ver a la Sra. Zárate, una cocinera experimentada del Canal 4, con quien compartía estilo gastronómico. Sacaba de un mueble su libro de recetas y con la caligrafía impecable, siempre letra script, anotaba con ligereza los ingredientes y los pasos a seguir. Verla escribir era como escuchar una melodía dulce, enternecedora, me hipnotizaba cómo tomaba la pluma y la deslizaba entre los renglones de su recetario. Una ocasión, me descubrió observándola y le ocasionó tremenda hilaridad cómo entrecerraba los ojos, arrullándome ante el ir y venir del bolígrafo. Al sentirme descubierta por sus ojos siempre melancólicos, lo único que atiné fue sonreírle y en respuesta obtuve una de esas tibias caricias en la frente que no olvido.


           Ya en los últimos años de su vida, peleábamos por dormir a su lado.  Su recámara era pequeña, si acaso de 3 metros por tres, la única ventilación era la puerta que daba al patio del recibidor donde tenía la mayoría de sus plantas. Un ropero de triplay, en color oscuro resguardaba sus prendas, sus joyas y sus fotografías de juventud. Su cama, matrimonial, estaba pegada a una de las paredes, sus sábanas siempre limpias con olor a ella. El ritual antes de dormir consistía en: persignarte, bendecir los cuatro puntos de la casa, agradecer por el día que termina y pedir porque “el mañana” siempre fuera mejor. Era fácil agarrar el sueño porque todas las noches tenía algo que contar. Desde su infancia, los momentos con su hermana María, las ocurrencias de mi madre en su niñez hasta lo bueno que siempre ha sido mi padre. Pude darme cuenta que le daba insomnio, que despertaba intranquila o preocupada, acaso el producto de penas que no había digerido, ofensas que no había perdonado, miedos que no había superado. El día que la descubrí insomne, le cuestioné la razón, la única respuesta que obtuve fue su mano sobre mi frente y esas caricias de sus suaves manos que hoy tanto anhelo cuando se me va el sueño a las 3 de la madrugada.





María Paulina Oliva Cuevas 

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