-Te fuiste sola y nos
dejaste locos-
Me despertó su recuerdo. Tengo
inscrita en mi mente su imagen y el ejemplo que me dejaron: su cariño, su
congruencia, su sazón, su belleza, sus palabras, sus hábitos. Me di cuenta que
hoy estamos a 20 días para conmemorar 17 años de su partida y el hecho de traer
ese momento al presente, siempre me produce la misma sensación que tuve cuando
me dieron la noticia, el dolor más grande que ninguna otra pérdida o decepción
me hayan generado.
Graciela, su nombre, elegante e
imponente, aunque a ella no le gustaba. Y la apócope era algo que le satisfacía
y prefería por sobre todas las cosas: Chelito. Para mi hermano Pablo César era
Tita, para mí y el resto de hermanos y primos, Abue. Era oriunda de un
pueblo, que aún no ha sido nombrado “mágico” pero que bien pudiera serlo.
Cuentan sus pobladores y los visitantes de Tonila, Jalisco que debes hablar de
las “cosas delicadas” en susurro porque el viento malicioso de esas tierras se
encarga de divulgarlo en cada recoveco.
Por azares del destino, vivió en
Guadalajara por casi 30 años, en el barrio de San Carlos. En su calle, Azucena,
y en otras más cercanas, era conocida por su talento para aplicar ámpulas sin
causar dolor, por los frijoles fritos con manteca de cerdo que le quedaban
“chinitos” y suculentos; por la dulce forma de saludar al que se encontraba y
la plática amena que siempre entablaba con quien la procurara. No tuvo
inconveniente al forjar amistades entrañables, Inesita y Doña Soco por
mencionar a las más importantes; o la admiración entre quienes la conocieron.
Una de las cosas que más le
gustaba era ir a los mercados. Quizá su preferido era el de San Sebastián. Cada
viernes iba a surtir su despensa de fruta y verdura frescas y comprar una que
otra chuchería. Cuando mis hermanos y yo nos quedábamos con ella de vacaciones,
era costumbre llevarnos y al momento de llegar, siempre nos inquiría ¿Juguito o
dinerito? Obviamente nos complacía con ambos: un jugo de naranja chico y
“dinerito” para comprar alguna curiosidad made
in china que duraba un
aliento.
A mediodía, cuando la comida
estaba preparada, se sentaba en el cuarto de la tele a la una de la tarde a ver
a la Sra. Zárate, una cocinera experimentada del Canal 4, con quien compartía
estilo gastronómico. Sacaba de un mueble su libro de recetas y con la
caligrafía impecable, siempre letra script, anotaba con ligereza los
ingredientes y los pasos a seguir. Verla escribir era como escuchar una melodía
dulce, enternecedora, me hipnotizaba cómo tomaba la pluma y la deslizaba entre
los renglones de su recetario. Una ocasión, me descubrió observándola y le
ocasionó tremenda hilaridad cómo entrecerraba los ojos, arrullándome ante el ir
y venir del bolígrafo. Al sentirme descubierta por sus ojos siempre
melancólicos, lo único que atiné fue sonreírle y en respuesta obtuve una de
esas tibias caricias en la frente que no olvido.
Ya en los últimos
años de su vida, peleábamos por dormir a su lado. Su recámara era
pequeña, si acaso de 3 metros por tres, la única ventilación era la puerta que
daba al patio del recibidor donde tenía la mayoría de sus plantas. Un ropero de
triplay, en color oscuro resguardaba sus prendas, sus joyas y sus fotografías de
juventud. Su cama, matrimonial, estaba pegada a una de las paredes, sus sábanas
siempre limpias con olor a ella. El ritual antes de dormir consistía en:
persignarte, bendecir los cuatro puntos de la casa, agradecer por el día que
termina y pedir porque “el mañana” siempre fuera mejor. Era fácil agarrar el
sueño porque todas las noches tenía algo que contar. Desde su infancia, los
momentos con su hermana María, las ocurrencias de mi madre en su niñez hasta lo
bueno que siempre ha sido mi padre. Pude darme cuenta que le daba insomnio, que
despertaba intranquila o preocupada, acaso el producto de penas que no había
digerido, ofensas que no había perdonado, miedos que no había superado. El día
que la descubrí insomne, le cuestioné la razón, la única respuesta que obtuve
fue su mano sobre mi frente y esas caricias de sus suaves manos que hoy tanto
anhelo cuando se me va el sueño a las 3 de la madrugada.
María Paulina Oliva Cuevas
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