La
pantalla resplandece dentro de esa superficie plana, conforme las letras
avanzan, los números inferiores cambian. Hay un cerebro inorgánico trabajando
dentro de esta máquina; un pensador conceptual que me indica con una sutil
línea roja que he cometido un error. Me conoce bien, sabe que si lo hace con
una línea verde no lo tomaré mucho en cuenta, que es un error liviano y si lo
hace con azul también, para esas equivocaciones sin remedio simplemente las
corrige al momento, como una madre, una secretaria apurada arreglando la
corbata de su jefe.
Todo
lo que está a mí alrededor carece de vida orgánica y aun cuando los materiales vienen
de la tierra — de una forma u otra — nada de
ello me habla. De forma concisa se han grabado en mi memoria, monopolizando mi
tiempo, condicionándome para que al momento de verlos, solo quiera hacer una
cosa.
Los valores materiales me dan comodidad, como la silla en que ahora estoy
sentada y la computadora que me toma el dictado, que me ahorra tanto tiempo
gastando hojas por las faltas que tenga, el cansancio de las manos, y la
molestia de no saber dónde guardarlo. La línea eléctrica de mi casa lo permite,
me permite ver en la oscuridad y hacer mi día más largo y calentar mis alimentos
rápido. Me permite enfriar una bebida, me ahorra el cansancio de lavar la ropa
a mano y la alegría de poder ver de vez en cuando en la noche un partido de
americano.
No vislumbro mi vida sin lo que tengo, aun cuando soy consciente de todos
aquellos que no lo tienen. Me declaro culpablemente de no pensar en ellos cuando
deseo aún más, más cosas para mí y unas cuantas personas. Aun de no sufrir
hambre y frío, de no padecer de salud y de tener acceso a tanto que otros no
tienen, estoy condicionada como con la máquina, a querer más.
Ansiamos
aquello que sabemos que es mejor, solo por el hecho de saber que existe. Si no
supiésemos que hay en el mundo, lugares en donde la gente no muere a cada
esquina, en un bombardeo, en peligro de que alguien con menos escrúpulos pose
sus ojos en ti, entonces nuestra realidad — tan miserable como es — sería cosa
de todo los días. El hombre se conforma, solo cuando no tiene otra opción.
Nada es gratis, anteriormente dábamos aquello que era menos necesario por algo
que lo era, ahora el símbolo de nuestro bienestar de la vida de muchas personas
se canjea en pequeños trozos de metal y papel, con la cara de viejos conocidos,
personas que en muchos casos lucharon por aquellos, a los que se les compra con
ese rostro, la vida en un invernadero.
Es todo un círculo, personas alimentándose de otras. Los vampiros existen más
no beben sangre. La vida se ha convertido en un objeto de comodidades absurdas
y adictivas, de búsqueda, de inconformidad. Un mundo en donde se pasa en un
cuadro de largo, la cara en llanto de un niño ensangrentado, en donde la vida,
la nuestra y la de todos se pesa y cobra en eso, papel y metal.
A.I.Mendoza Seda
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