Sin previo aviso el
grupo comenzó a tocar, traían unos sacos negros con flores blancas bordadas,
texanas y botas de piel picudas. Cantaban a dos voces, con acordeón, guitarra,
bajo y tarola. La orquestación tronó en el aire y algunos peatones se pararon a
escuchar afuera del bar. Yo aplaudía y gritaba entre tragos de cerveza Tecate.
Aquí no existe otra cerveza, quizá otras con nombres en ingles pero nada más,
es como agua con un chorro de vinagre de manzana, pero en fin una persona como
yo sabe que una cerveza es una cerveza, ya sea en el norte o en el sur.
El norteño tocó canciones clásicas
como “Tres amigos” “No hay novedad” “Una página más”, “La calandria”, “Laurita
garza”, “La venganza de María”, yo pedí que tocarán “Camelia la texana” pero no
aparecía en su repertorio, así que el grupo me obsequió otra, entonces aquella
música se convirtió en nostalgia. Todo eso se vino en mí como un puñetazo de
imágenes y sentimientos. Pensé en el polvo, en los ranchos con sus gallinas
cacareando en el patio, en la cruda de un cumpleaños, en la niñez cuando mis
tíos llegaban del norte y bebían. Me abrazaban porque era niña, porque ellos
tenían años que no disfrutaban de la libertad de cantar una canción y
amanecerse afuera de una casa sin ninguna ley que lo prohibiera, porque todo el
año habían ahorrado y trabajado como bestias para poder volver a escuchar un
corrido como cuando ellos habían sido niños.
Recordé
a mi tío Beto y su diente de oro, el gran poster de Los cadetes de Linares en
la entrada de su casa, recree aquella canción donde el canario ya murió y la
fuente se secó, pensé en mis amores caídos, las ausencias, el vació de la casa
que ya no tengo, el vagante destierro. De nuevo mis tíos que se fueron más de
treinta años al norte de indocumentados, en los miles de litros de cerveza que
han bebido a salud del trabajo bien pagado y explotado, a sus alfombras y sus
calles de asfalto, en las canciones de los Tigres del norte y su Jaula de oro, que aunque la jaula sea de oro, no deja de
ser jaula.
En “Jacinto Cenobio”, de nuevo la
ausencia, el destierro, la miseria y la muerte. También recordé los velorios,
aquellos donde bebí como las grandes mientras llorara por dentro y por fuera
porque mis ojos nunca más volverían a ver un ser querido, pero la música
norteña seguía tocando porque la vida no acaba con un entierro, porque esa
música se hizo para soportar, para no rajarse aunque el alma se nos quiebre.
Las tortillas de harina no podían
faltar en mi recuento nostálgico, allí estaba mi amigo Albertura ofreciéndonos
el sazón de su mamá en forma de tortilla porque es de Chihuahua. Las tortillas
de harina que hacía mi tía Toña acompañadas de chocolate Moctezuma. Mientras el
grupo norteño anunciaba que tomaría un descanso yo seguía aplaudiendo,
dibujando en la memoria una bota que aplasta el polvo, un acordeón acariciado
velozmente por unas manos fuertes, un sonido que describe nuestras andanzas
populares, nuestra eterna nostalgia alegre.
Trompa de Mosca
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